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Matriz de Intercambio Mundial e Interfaz Kinética

Redención

          —¿Cree usted en la absolución, padre?

—¿Cómo dices, hijo mío?

La luz del ocaso, que se filtraba a través del rosetón situado detrás del altar, bañaba la iglesia con una luminiscencia ocre. La imagen de la vidriera representaba a San Jorge, el matador de dragones, clavando su lanza en la garganta del animal. El artista había sabido dotar de un aura de santidad a un guerrero ataviado con una armadura ensangrentada, que remataba a placer a una bestia moribunda llena de cortes y heridas. Sin duda, la minuciosidad de la vidriera era asombrosa; las tiras de plomo en la posición correcta, los colores excepcionalmente bien escogidos.

—Ya me entiende, padre -dijo el hombre trajeado mientras encendía un cigarrillo-, si cree usted en el sacramento de la confesión. Si es usted capaz de absolverme de mis pecados.

—Bueno, hijo mío, para eso me pagan. Y te agradecería que no fumases aquí dentro.

—Buena respuesta -el hombre sonrió irónicamente, haciendo caso omiso del comentario-. Al menos, es usted sincero.

Los bancos de la iglesia se encontraban vacíos casi en su totalidad, a excepción de dos figuras solitarias, arrodilladas y, al parecer, ensimismadas en su oración. Varias velas votivas ardían tímidamente, cada una de ellas un deseo formulado a Dios. Tal vez algo profundo, o algo banal, o incluso una súplica desesperada a una divinidad de la que se habían desentendido tiempo atrás, y a la que ahora acudían como niños asustados al padre, sabiendo que han cometido un error.

—He hecho cosas horribles, padre. Cosas que me garantizan un lugar en el infierno si usted no me ayuda. Si no alivia mi alma de pecador de su peso.

—Cuéntame, hijo mío, y veremos qué se puede hacer.

En realidad tendría que haber sido una operación sencilla. Fácil, incluso. Al menos, sobre el papel parecía tan simple que hasta un mono amaestrado podría haberla llevado a cabo: entrar, robar, salir. Nada más. Y nada menos. Pero Lucas Espinosa sabía que una operación aparentemente sencilla era como una ecuación matemática: simple sobre el papel, intentar desarrollarla con éxito podía llegar a ser infernal.

Y, en realidad, cuando se dio cuenta de la trampa, le pareció tan insultantemente obvia que se maldijo a s´í mismo por haber sido tan torpe. El oficio de ladrón no permite errores, y alguien que llevase tanto tiempo en el negocio como él debería saberlo mejor que nadie. Porque, a fin de cuentas, cuando tienes tantos golpes de buena suerte como había tenido hasta ahora, acabas por olvidar que sólo hace falta un poco de mala suerte para acabar muerto. Afortunadamente, la experiencia también afina el instinto de supervivencia.

Así que, acribillado y malherido, Espinosa se arrastró hacia la iglesia de San Jorge y se acurrucó en el confesionario, encendió un cigarrillo, y esperó, paciente y resignado, a que los acontecimientos se desarrollasen según lo previsto.

—Me engañaron, padre. Cuando ya estaba en el nido, con la garra sobre los huevos, la madre volvió y me sacó los ojos a picotazos. ¿Cómo se llaman esos momentos de lucidez, cuando el conocimiento te atraviesa como un rayo?

—¿Te refieres a una revelación, hijo mío?

—Eso -Espinosa volvió a darle una calada al cigarro, cada vez más consumido. La sangre de su hombro había empapado la chaqueta por completo, y comenzaba a gotear sobre el suelo del confesionario-. Una revelación, sí. En ese momento lo entendí todo.

El nuevo sistema de seguridad Avalon–II era inexpugnable. Al menos, de eso se jactaban en Reallity Node, su desarrolladora. Un software cortafuegos capaz de freír a cualquier hacker que intentara acceder a un fichero clasificado. Espinosa se pasó tres meses memorizando cada línea de código, cada punto del programa, hasta detectar una fisura tan sutil, tan poco aparente, que era casi imposible que alguien hubiera reparado en ella. Estaba seguro que ni los propios programadores serían capaces de encontrar ese bucle Triple–C de doble iteración. Y esa sería su puerta de entrada. Armado con esos datos, volcó su consciencia en la Matriz de Intercambio Mundial e Interfaz Kinética, o MIMIK, y enfiló proa digital hacia el Banco de la Reserva Federal.

Saltar el primer cortafuegos fue tan sencillo como esquivar un charco. El segundo nivel de seguridad le obligó a bailar un poco, pero nada con lo que no pudiese lidiar. Y entonces, tras la segunda barricada, ante él se levantaba el Muro de Datos, el tercer escollo, el Avalon–II propiamente dicho. Recordando lo que había memorizado, Espinosa se lanzó en tromba hacia un bloque de datos en forma de sillar de mampostería, destrozándolo como un ariete.

Ya estaba dentro. Se sintió excitado, nervioso, como siempre que conseguía entrar en lo que él llamaba la Cueva del Tesoro. Entonces el velo de la mentira cayó, y la realidad le aplastó como a un insecto.

—¿Ha oído hablar de los Guardianes Sinápticos, padre?

—No me suena.

—Son unos cabrones. . .

—Hijo —le interrumpió el sacerdote—, te recuerdo que estás en la casa de Dios.

—¿Cree de verdad que a estas alturas me importa, padre? —dijo Espinosa con una sonrisa sardónica pintada en su boca ensangrentada—. Un Guardián Sináptico es un perro de presa. Un ser humano que vive en MIMIK, dedicado veinticuatro horas al día a su deber de custodiar un nodo de datos. Son increíblemente caros, así que no están demasiado extendidos. Mejor así. Son tan salvajes que dan auténtico miedo. Son psicópatas entrenados, sometidos a psicocirujía y enganchados de por vida a la Matriz. Y yo me topé de narices con cinco de ellos. Me estaban esperando.

El primer disparo le reventó la rodilla y le hizo aullar de dolor. El segundo y tercer impacto se alojaron en su hombro y antebrazo derechos, y Espinosa, curtido en cientos de tiroteos, se abalanzó instintivamente hacia un lado, golpeándose el hombro herido contra la pared con un estallido de dolor al rojo. Sacó su arma y disparó a ciegas, a través de la bruma de agonía que le envolvía. Consideró la opción de retraerse de nuevo a su cuerpo físico, pero no quería dejarles a esos cerdos un camino tan obvio hacia su yo real.

Así que se parapetó detrás de una columna y comenzó a disparar con todo lo que tenía. Al parecer, quienquiera que le hubiese tendido esa trampa subestimó la capacidad de fuego de Espinosa, que siempre salía de su cabeza con más armas de las que podía cargar: la experiencia le había demostrado que era lo más fácil del mundo verse envuelto en un tiroteo. Agradeció interiormente haber traído granadas de mano.

—Esos cabrones saltaron por los aires, padre —Espinosa emitió una risa ahogada, interrumpida por un acceso de tos. Diminutas gotitas de sangre impregnaron el confesionario de un olor metálico—. Me los cargué a los cinco con una sola granada.

Y luego me largué, dejando allí varias partes de mi código salpicando las paredes de manchas parduscas —Espinosa hizo una pausa—. Y aquí estoy ahora.

—¿Qué has venido a buscar aquí, hijo mío?

—Redención, padre —el ladrón dio otra calada a su cigarro, ya casi extinguido, mezclando el sabor del tabaco con el de la sangre—. Aunque yo sea la replicación digital de una mente humana, y usted no sea nada más que cuatro códigos ensamblados en un entorno de programación, necesito saber que hay un Dios que me perdonará si usted se lo pide. No me queda mucho tiempo, y me consta que esos bastardos han localizado mi cuerpo físico y a estas horas debo ser un cadáver —los ojos de Lucas Espinosa se llenaron de lágrimas, y su voz comenzó a temblar—. No me queda mucho tiempo, padre. Los impulsos eléctricos que animan mi código van cesando poco a poco. Sé que mi programa está corrompido, completamente roto por lo que esos cabrones me han hecho. Y sé que dejaré de existir en unos minutos -Espinosa hizo una pausa para secarse las lágrimas-. Necesito saber que hay un ser superior que me perdona, que me ofrece la redención que yo no puedo darme. Por favor, se lo suplico. Nunca en mi vida he pedido nada a nadie, pero esta vez lo necesito. Déme la paz que tanto ansío, padre. Por favor.

—Hijo, mío, yo. . . —el sacerdote no sabía qué decir. Su programación no le había preparado para nada más que los típicos pecados veniales de los cristianos New Age, demasiado ocupados en pecar como para ir a una iglesia de verdad. Esto era algo nuevo para la IA eclesiástica, algo con lo que no contaba.

El silencio se hizo en el confesionario. Espinosa dio la última calada a su cigarrillo, lo aplastó contra en suelo, y emitió un largo suspiro.

—Perdóneme, padre, porque he pecado.

El sacerdote, nada más que un programa eclesiástico, oficialmente autorizado por la Iglesia Católica, sintió compasión de esa pobre alma atormentada.

—Ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patri, et Filii, et Spiritus Sancti. . .

Para cuando el sacerdote hubo absuelto a Espinosa, su última línea de código se había desintegrado.

Su cadáver digital sonreía plácidamente.


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