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Matriz de Intercambio Mundial e Interfaz Kinética

Halo - Combat Evolved

Halo - Combat Evolved

¡Granada!”

De vez en cuando (muy de vez en cuando, en realidad) aparece un juego que revoluciona por completo el panorama del momento. Cambia conceptos preestablecidos, aporta otros muchos, y, en definitiva, rescribe la forma de hacer videojuegos.

Para los devotos de los first person shooters (fps en adelante), la inauguración del género se dio allá por mediados de los setenta, pero poco tenían que ver con lo que conocemos hoy en día. La entrada por la puerta grande se produjo en 1992, con la aparición en el mercado de Wolfenstein 3D. Comenzaba el reinado de id software, una pequeña empresa creada por ex-programadores con la sana intención de hacer pasar un buen rato a la gente, y que acabaría haciendo historia. Poco más queda por añadir a los juegos que vinieron después: Doom, Doom 2, Final Doom, Ultimate Doom... todos ellos derivados del Doom original, un juego que, pese a haber pasado más de quince años desde su salida al mercado, sigue siendo un clásico omnipresente en las listas de “Los mejores...” en casi cualquier categoría. No tardaron en aparecer decenas de juegos clónicos, la mayor parte de ellos desarrollados con el mismo motor gráfico (o, como mínimo, partiendo de él), en una auténtica avalancha de títulos, entre los que destacan Heretic, Hexen, Marathon, System Shock, Duke Nukem 3D, etc. Algunos se transformaron en clásicos con el paso del tiempo, como es el caso de nuestro querido Duke, mientras que la mayoría pasaron por nuestras pantallas sin pena ni gloria.

El siguiente salto, el paso a las 3D verdaderas (el motor gráfico del Doom no era 3D, pero se le parecía lo suficiente) fue Quake (1996), también de id software. Por primera vez podíamos jugar en tres dimensiones, y el uso conjunto del ratón y el teclado se hizo casi obligatorio, avanzando lo que sería el modus operandi de los fps durante la siguiente década. La versatilidad del motor gráfico permitía la posibilidad de mover el juego en casi cualquier pc, desde un 486 hasta un pentium IV (incluso es posible moverlo en los ordenadores actuales), lo que demostró la estabilidad del motor gráfico creado por Carmack, e incrementó notablemente el número de unidades vendidas. La legendaria capacidad de modificación del juego sigue siendo una de sus mejores bazas, y se han creado literalmente miles de niveles y mods.

Pero faltaba algo. Los fps todavía eran únicamente avanzar y matar, sin historia, trama o justificación, al contrario que los por aquel entonces embrionarios rpg’s (juegos de rol), que mostraban un argumento complejo y profundamente desarrollado. Los entornos eran fantásticos o propios de la ciencia ficción, pero para nada realistas.

Los chicos de Valve Software cambiaron esa imagen para siempre.

Half Life (1998) es, para mucha gente, el mejor juego de la historia. No sólo dentro del género, sino en general. La historia de Gordon Freeman, un joven físico que trabaja en un laboratorio de investigación situado en Nuevo México, a quien los acontecimientos fuerzan a tomar el papel de héroe, situó a los fps al mismo nivel que cualquier otro juego con profundidad temática, e incluso más allá. Al avanzar en el juego, en un entorno completamente realista (túneles, corredores, laboratorios, exteriores, etc), el jugador va obteniendo detalles de una trama que cada vez se vuelve más compleja y brillante, llegando a una resolución final abierta que provocó la llegada de Half Life 2, otro hito de los fps.

Quizás algún lector, llegado a este punto, se pregunte por qué incluyo únicamente fps para pc, si en el ámbito de las consolas encontramos títulos tan magníficos como Call of Duty, Medal of Honour, Killzone, etc. La razón es muy simple: el juego del que habla esta reseña es para consola (Xbox), y, en mi humilde opinión, uno de los mejores fps a los que he jugado. Y he jugado a unos cuantos.

Con la salida al mercado de la Playstation de Sony, Microsoft se planteó competir también en ese sector, pero su debut tendría que esperar hasta la llegada de la siguiente generación, los 128 bits. La Xbox apareció en las tiendas, y debajo del brazo llevaba una joya: Halo.

Retrocedemos a 1991 para encontrarnos con Alex Seropian y Jason Jones, dos estudiantes de la Universidad de Chicago, que fundarían Bungie Software Products Corporation. Su primer gran éxito, lanzado únicamente para Mac, fue la saga de Marathon (Marathon, Marathon 2: Durandal, y Marathon Infinity), una serie de fps revolucionarios en su concepto, pero que, desafortunadamente, no llegaron al público de forma masiva por causa de su lanzamiento en un sistema operativo no tan masificado como Windows.

Pese a todo, los chicos de Bungie siguieron en la brecha, creando juegos modestos pero que dejaban patente la creatividad y versatilidad del estudio. En el año 2000 Microsoft compró la empresa, incorporándola a su división de diseño de juegos.

Cuentan las malas lenguas que Microsoft consideraba a Halo su gran baza para provocar la compra de unidades de Xbox durante la campaña de lanzamiento. Sea como fuere, el caso es que Halo revolucionó (y van...) el panorama del género como nunca antes se había visto.

Hasta la llegada de Halo, pocos eran los juegos que mostraban entornos abiertos, limitándose a diseñar corredores, pasillos, habitaciones y, ocasionalmente, algún que otro paisaje al aire libre pero no demasiado cuidado ni grande. En Halo, el propio nombre del juego, tomado de la estructura donde se desarrolla la acción (un mundo anillo, en la mejor tradición de Larry Niven), demuestra que los chicos de Bungie se tomaron en serio el reto de remodelar el género.

La primera fase sitúa al jugador en el entorno clásico por excelencia de los fps: una nave espacial. Pero ya en el segundo nivel, donde el juego comienza a florecer, el entorno es abierto, vasto, enorme. Hasta tal punto que necesitamos vehículos para movernos, o tardaríamos horas en cruzar el mapa.

El juego coloca al jugador en la piel del Jefe Maestro, nombre en código (se desconoce el auténtico) del único superviviente del Proyecto: Spartan II, un sistema de desarrollo de supersoldados creados mediante ingeniería genética para ser el operativo perfecto.

La Tierra está en guerra con el Pacto, una coalición de fuerzas alienígenas con fuertes creencias religiosas, rayanas en el fanatismo, que les lanza a una guerra santa contra la Humanidad, a quienes consideran demonios que han de ser erradicados. Y van ganando; nos están masacrando.

El Proyecto: Spartan II tenía como objetivo encontrar la forma de crear soldados superiores, capaces de lidiar con las fuerzas del Pacto en igualdad de condiciones. Normal, después de todo: un marine humano tiene pocas posibilidades frente a un alienígena de dos metros y medio, blindado con capas quitinosas y campo de fuerza corporal. Desafortunadamente, una incursión del Pacto destruyó las instalaciones de Spartan y estuvieron a punto de localizar la ubicación exacta de la Tierra, lo que significaría la derrota definitiva de la Humanidad.

El Pillar of Autumn, un crucero de guerra, escapa a duras penas de esa batalla y salta al hiperespacio a ciegas, llevando consigo al único Spartan II superviviente (aunque criogenizado), con la esperanza de que la nave insignia del Pacto salga en su persecución y se aleje de la Tierra. El Pillar of Autumn desconecta los motores cuando cree que se ha alejado lo suficiente, sólo para descubrir que han llegado a las cercanías de un mundo anillo, en una zona del espacio sin cartografiar.

Durante la mitad del juego, tu misión es establecer una cabeza de playa en Halo y limpiar el entorno de alienígenas, mientras intentas proteger y reagrupar a los supervivientes del Pillar y formar una resistencia organizada. Poco a poco, comienzas a descubrir que Halo es mucho más de lo que aparenta, y te decides a encontrar el Centro de Mando para activar las defensas y lograr expulsar al Pacto.

Pero algo sale mal. Muy mal.

Gráficamente, el juego es una delicia. Suavidad de movimientos, texturas acertadísimas, etc. El motor gráfico está tan depurado que la visión cambia cuando miras directamente al sol, como si lo hicieras de verdad. Las sombras producidas por la linterna son impecables, muy realistas.

La banda sonora es de auténtico lujo, con orquestaciones mezcla de música militar y ambiental. El doblaje de los personajes es bastante correcto, aunque las inflexiones de la voz parecen producto de un vocoder (demasiado tranquilas cuando estás en medio de un tiroteo), por lo que se echa en falta algo de garra en el doblaje.

La jugabilidad merece un capítulo aparte: puedes manejar varios tipos distintos de vehículos, tanto terrestres y gravitatorios como voladores, y la variabilidad de maniobra permite establecer tácticas muy recomendables. Ya no se trata de avanzar y disparar a lo loco, porque lo único que se consigue de esa forma es morir de una manera poco gloriosa. En cambio, si organizamos nuestro avance de una forma ordenada y con pautas establecidas, el resultado es mucho mejor de lo que podría parecer.

Pero entonces llega la IA.

Por fin enemigos inteligentes, que te tienden trampas y emboscadas, que no dejan de moverse para que no puedas apuntar bien, que se retiran presa del pánico cuando no se hallan en inferioridad numérica (aunque, si les persigues y se ven acorralados, se vuelven y atacan). No se limitan a disparar y esconderse, sino que incluso pueden lanzarte granadas cuando te parapetas detrás de cobertura, intentando hacerte salir para rematarte. Parecen tan reales que dan escalofríos.

Impagable.

En resumen: un juego obligatorio para cualquier amante de los shooters en primera persona con argumentos complejos. Si has jugado al Half Life y te ha encantado, si estás cansado de shooters clónicos y necesitas un soplo de aire fresco, no lo dudes: Halo te hará recuperar la fe.

Horus, Señor de la Guerra

Horus, Señor de la Guerra

“Yo estaba allí el día que Horus mató al Emperador”

Durante miles de años, violentas tormentas de disformidad han rugido de un extremo a otro de la galaxia, aislando el otrora orgulloso Imperio de la Humanidad y reduciéndolo a un puñado de planetas autosuficientes, sin capacidad de viajar o comunicarse entre ellos.

En el año treinta mil de nuestra era, el Emperador, amado por todos, ascendió al Trono de la Tierra. Se hizo con el control del planeta, así como de las factorías del Adeptus Mechanicus en Marte, e inició los preparativos para la Gran Cruzada, la reconquista galáctica que llevó al maltrecho Imperio a la gloria que conocemos hoy en día.

Para ello, sus primeros esfuerzos se encaminaron hacia la creación de veinte superhombres, veinte semidioses que le ayudasen en su tarea y liderasen sus ejércitos. A estos seres les llamó Primarcas, y grande era el amor que les unía a ellos, como grande el amor que ellos le profesaban. Algunos de sus nombres son recordados aún hoy en día: Leman Russ, Roboute Guilliman, Lion’El Jonson, Jagathai Khan, Rogal Dorn, Sanguinius. Otros son maldecidos y pronunciados con temor: Angron, Perturabo, Mortarion... Horus. Al mando de sus Legiones de Marines Espaciales (humanos modificados genéticamente para el combate), el Emperador y sus Hijos comenzaron una Cruzada, destinada a devolver el esplendor perdido a la raza humana.

Al cabo de dos siglos, el Emperador, consciente de que su Imperio crecía más y más con cada conquista, tomó la decisión de volver a la Tierra para consolidar su control. Horus, el primero de entre Sus hijos, fue nombrado entonces Señor de la Guerra.

Al cabo de poco, Horus se rebeló contra el Emperador, arrastrando consigo a nueve de las veinte Legiones de Marines.

La Herejía de Horus, como se conoce a la sangrienta guerra civil que se desató a continuación, desgarró al Imperio en dos y fue sin duda el conflicto bélico más violento y brutal de la Historia, una guerra que estuvo a punto de exterminar a la Humanidad de la faz de la galaxia. Humanos matando humanos, hermano contra hermano, marine espacial contra marine espacial.

Finalmente el Emperador derrotó a Horus en combate singular, pero quedó herido de muerte durante el combate. Devuelto a la Tierra apresuradamente, su cuerpo maltrecho fue depositado en el interior del Trono Dorado, una máquina de soporte vital construida empleando técnicas arcanas y prohibidas.

Hasta hoy, diez mil años después, el Emperador no se ha movido del Trono Dorado.

Este es el trasfondo de Warhammer 40.000 tal y como lo conocemos hoy en día. Se han escrito multitud de relatos que narran la historia relativa a la Herejía de Horus (sobre todo en revistas especializadas del hobby), pero, por primera vez, aparece una serie de libros dedicada exclusivamente al más famoso de los trasfondos del juego.

Poniéndonos en la piel de un marine de los Lobos Lunares, la Legión cuya semilla genética procede del propio Horus, el autor va desgajando poco a poco detalles acerca de los primeros días del Imperio, una época oscura, lejana y llena de superstición y mitos. El acierto de Abnett es relatar los acontecimientos desde el punto de vista de alguien que, poco a poco, va descubriendo que las cosas no son tan sencillas como parecen. Cuando Garviel Loken desconfía, nosotros desconfiamos. Cuando él se sorprende, nosotros también. Y cuando ruge de ira en el combate, nosotros unimos nuestro grito al suyo.

Reunidos alrededor del protagonista encontramos un elenco de secundarios de lujo. Desde los propios Primarcas, semidioses en estado de gracia y en plenitud de sus facultades, hasta sus hermanos de batalla, marines espaciales curtidos en el combate y tan fieros y nobles como cuentan las historias del pasado.

El contrapunto a la visión de Loken, la de alguien que entiende el conflicto bélico a escala galáctica como la única forma de unificar a la Humanidad, encontramos a los rememoradores, hombres y mujeres dedicados a recopilar, glosar y clasificar los diarios de guerra de las Legiones, documentando hasta el último detalle de la Cruzada. Estos personajes, simples humanos recién salidos de Terra, ofrecen una visión distinta, más cercana a la nuestra, acerca de la Gran Cruzada, y las dudas y temores de los marines. Ambos puntos de vista ofrecen argumentos a favor y en contra, tejiendo un tapiz completo que muestra las dos caras de la misma moneda.

Abnett vuelve a mostrar que el diseño de personajes es su gran baza, dotando a cada uno de los marines de una profundidad de carácter pocas veces vista en una franquicia. Los personajes evolucionan a lo largo de la novela, y, lo que es más de agradecer, su evolución es completamente natural y lógica, derivada de los acontecimientos que les rodean. EL Garviel Loken del final del libro es más maduro, más sabio que cuando empezó, y sus acciones y pensamientos reflejan ese cambio. Y no sólo él: en mayor o menor medida, todos los personajes sufren un cambio. Quizás sea uno de los temas principales, por tratarse de una saga que, como dice en el propio libro, ha de narrar acontecimientos que se refieren a “cuando el sentido común se invirtió, y todo su mundo se volvió del revés”.

La historia en sí no es más que la presentación del escenario, el trasfondo del juego, y que asumo servirá de telón de fondo para lo que ha de venir. Horus aún es el favorito del Emperador, a quien ama como a un padre, y un ser preocupado por hacer las cosas de la mejor manera posible; algo que choca frontalmente con lo que sabíamos de él hasta el momento, ofreciendo un personaje de mayor calado emocional.

Horus es consciente de la tremenda responsabilidad que su padre ha depositado en él, e intenta llevar la guerra como él lo hubiese hecho, tomando las decisiones que cree correctas. Lamentablemente, hay ocasiones en que la solución significa escoger entre el menor de dos males. La conquista de Setenta y Tres Diecinueve, un planeta rebelde, será el punto de partida de la carrera de Horus como Señor de la Guerra. El hecho de no atajar el conflicto a tiempo, y tener que recurrir a sus guerreros Astartes, será una losa que pesará en la conciencia del Señor de la Guerra.

Abnett se las arregla para ser respetuoso con el trasfondo del juego, al tiempo que introduce elementos nuevos y nunca antes aparecidos (como el Mournival), de forma totalmente armónica y nada discordante. Uno intuye que todo lo que lee puede encajar perfectamente en la historia del juego, y lo que es más, la enriquece sin distorsionarla.

En resumen, un libro obligatorio para aquellos que deseen profundizar en la mitología de Warhammer 40.000, en la época anterior a la Herejía de Horus, y contemplar cuán alto puede ascender una estrella antes de caer.

Santa Sabbat Mártir

Santa Sabbat Mártir

La Cruzada de los Mundos de Sabbat ha llegado a un punto de inflexión. El ejército del Señor de la Guerra Macaroth está demasiado extendido y combate en demasiados frentes, pero la retirada no es una opción; eso sólo daría ventaja al archienemigo. Es una situación delicada, donde un solo golpe de efecto puede decantar la guerra en una u otra dirección, y lograr en un solo movimiento una ventaja que ni siquiera una fuerza de conquista planetaria sería capaz de conseguir.

 

El arconte Urlock Gaur, Señor de la Guerra y favorito de los Dioses del Caos, encomienda a uno de sus mejores lugartenientes, Enok Innokenti, la captura del mundo de Herodor, un planeta fronterizo, sin apenas relevancia estratégica, que se ha convertido de la noche a la mañana en el centro de todas las miradas de la Galaxia. Al parecer, Santa Sabbat, la guerrera divina que derrotó al Caos seis mil años atrás, se ha reencarnado para ayudar a la Humanidad en esta hora de desesperación. La misión de Innokenti es asesinar a la santa, y con ello conseguir el impulso definitivo para aplastar la resistencia humana.

Pero Santa Sabbat no está sola. Los Fantasmas de Gaunt son llamados a Herodor para convertirse en su guardia pretoriana. Ignorantes de su destino, y del papel que han de desempeñar en el curso de los acontecimientos, el Primero y Único de Tanith se enfrenta a una guerra imposible de ganar: superados ampliamente en número, asediados en Ciudad Beati, su única esperanza reside en la osadía del archienemigo, quien, como suele decirse, ha puesto todos los huevos en la misma cesta.

¿Habrá arriesgado demasiado en su ansia por matar a la santa? ¿Conseguirán los Nueve enviados traerle la cabeza de la santa a su Amo, Enok Innokenti? ¿O, por el contrario, los Fantasmas de Tanith demostrarán ser un hueso demasiado duro de roer, incluso para el temible primer lugarteniente de Urlock Gaur?

Cuando uno se dispone a criticar una franquicia (Dragonlance, Warhammer, etc.) no puede hacerlo como si se tratara de una obra de Borges. Hay que mantener la perspectiva: saber a qué público va destinada, conocer los objetivos de la novela, y saber analizar si los cumple. Normalmente este tipo de libros son de consumo rápido, destinado a los fans de un determinado juego/serie/película, y su calidad, en términos generales, roza el aprobado justo.

Dan Abnett coge ese límite, se lo echa al hombro, y lo lleva varios kilómetros más allá.

Normalmente, la gran baza de los libros de Warhammer 40.000, y los de Games Workshop en general, es la inmediatez, la recreación de batallas épicas sin escatimar florituras, artificios y frases contundentes. Sangre, casquería, actos heróicos, viles traiciones y juramentos ominosos. Pero este, afortunadamente, no es el caso.

El acierto de Abnett es basar la historia en los personajes, y narrarla bajo su punto de vista. Construir unos personajes sólidos como la roca, con personalidades únicas e intransferibles, y hacerlos interactuar en el marco de una guerra a escala galáctica. Así, lo mejor de sus libros no son las escenas de batallas (realmente soberbias, bien narradas y con el punto de tensión justo), sino descubrir cómo actúan los personajes, cómo reaccionan y se relacionan entre ellos y con el entorno.

Despoja al universo de WH40K de toda la parafernalia tecnológica y lo devuelve a la base, a la raíz: un universo en guerra eterna. Y la guerra es sucia, traidora y cruel. Abnett no tiene reparo alguno en matar personajes (aunque sin llegar al sadismo de Martin), tensando aún más la cuerda pero sin llegar a romperla.

En definitiva, un libro (y una serie, la de La Cruzada de los Mundos de Sabbat) más que recomendable, y no sólo para los aficionados al trasfondo del juego de Games Workshop. Raras veces podemos encontrar tanta calidad en un título que, a priori, no despertaría demasiado interés.

Plata Pura

Plata Pura

Durante los últimos cuarenta años, el planeta de Aexe Cardinal se ha visto desgarrado por una cruenta guerra civil entre la Alianza Aexegeriana y la República de Shadik. Se trata de un conflicto estancado desde hace ya décadas, que se ha convertido en una sangría de hombres, equipamiento y moral que no avanza en absoluto. Luchando con técnicas y armas antiguas, las tropas aexegerianas se verán respaldadas por la Guardia Imperial, en un intento de derrotar a la República de Shadik, quien se ha aliado con el archienemigo de la Humanidad para apoderarse del planeta en nombre del Pacto Sangriento. Las líneas de suministro del Señor de la Guerra Macaroth pueden verse seriamente afectadas si el planeta cae bajo el yugo del Caos.

En este contexto, Ibram Gaunt y sus hombres del Primero y Único de Tanith se ven inmersos en una situación inmovilista e inmovilizada, donde sus innovaciones en el campo estratégico chocan frontalmente con las costumbres arraigadas de los aexegerianos y sus propias ideas de cómo hacer la guerra. Enfrentados a la incompetencia del estado mayor de Aexegaria, y a sus propios problemas internos, Gaunt observa impotente cómo sus hombres son destinados al frente, en lo que entiende como un absoluto desperdicio de sus cualidades de infiltración. Desafiando al Alto Mando, Gaunt recibe un ultimátum. Sus peticiones serán consideradas, pero deberá tomar una decisión vital: ha de enviar a la mitad de sus tropas a la línea de frente, a una muerte segura, a condición de que le permitan infiltrarse en las líneas enemigas con un reducido grupo de hombres, en un intento de destruir las nuevas armas de artillería de la República de Shadik, que amenazan con desequilibrar la balanza del lado del archienemigo y están causando estragos entre las líneas lealistas.

Como siempre, Abnett realiza un retrato excepcional y brillante de la guerra de trincheras, mostrando la suciedad, desesperación, dolor y furia contenidas en el conflicto. Pese a haber sido enviados como refuerzo, la Guardia Imperial es tratada como una intrusión no deseada y despreciada por los soldados que, durante toda su vida, no han conocido otra cosa que la guerra. Por si fuera poco, el autor retrata, con absoluta maestría, el desprecio con el que el Alto Mando aexegeriano envía a la muerte a miles de soldados, simplemente por el placer de detentar el poder absoluto y poder fanfarronear en cenas de gala.

La historia avanza de forma uniforme hasta más o menos la mitad de la novela, momento en el que la acción pasa a dividirse en dos argumentos claramente diferenciados. Por un lado, Gaunt y sus mejores expertos en infiltración, que lograr abrirse paso a través de un túnel secreto de la República hasta sus mismísimas narices, escabulléndose en sus trincheras para intentar destruir sus cañones. Por otro, el resto de los Fantasmas han sido destinados a un bosque, una de esas tierras de nadie en eterna disputa, donde deben encontrar un paso seguro para las tropas de la Alianza. Es en este escenario donde las tensiones personales del regimiento, los odios y envidias, harán acto de presencia, convirtiendo esta subtrama en una deliciosa muestra de cómo descrbir la psicología de personajes bien construidos. Aislados en un viejo caserón derruido, los Fantasmas aprenderán que el peor enemigo no está al otro lado de la pared.

Una novela cruda, dura y sucia; como la guerra que relata. Un retrato de la guerra que obvia cualquier referencia a armamento avanzado, aumentando la sensación de anacronía que el equipamiento aexegeriano insinúa en las primeras páginas. Así, no se encuentran los poderosos tanques imperiales que podemos hallar en otras novelas, ni los escuadrones de Vultures que tantas veces han hendido el aire por encima de las cabezas de los Fantasmas.

Es un escenario enorme, pero antiguo.

Una historia simple, pero aterradora.

La guerra no es hermosa.

Esto es la guerra.