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Matriz de Intercambio Mundial e Interfaz Kinética

Lyrics of Damnation

Redención

          —¿Cree usted en la absolución, padre?

—¿Cómo dices, hijo mío?

La luz del ocaso, que se filtraba a través del rosetón situado detrás del altar, bañaba la iglesia con una luminiscencia ocre. La imagen de la vidriera representaba a San Jorge, el matador de dragones, clavando su lanza en la garganta del animal. El artista había sabido dotar de un aura de santidad a un guerrero ataviado con una armadura ensangrentada, que remataba a placer a una bestia moribunda llena de cortes y heridas. Sin duda, la minuciosidad de la vidriera era asombrosa; las tiras de plomo en la posición correcta, los colores excepcionalmente bien escogidos.

—Ya me entiende, padre -dijo el hombre trajeado mientras encendía un cigarrillo-, si cree usted en el sacramento de la confesión. Si es usted capaz de absolverme de mis pecados.

—Bueno, hijo mío, para eso me pagan. Y te agradecería que no fumases aquí dentro.

—Buena respuesta -el hombre sonrió irónicamente, haciendo caso omiso del comentario-. Al menos, es usted sincero.

Los bancos de la iglesia se encontraban vacíos casi en su totalidad, a excepción de dos figuras solitarias, arrodilladas y, al parecer, ensimismadas en su oración. Varias velas votivas ardían tímidamente, cada una de ellas un deseo formulado a Dios. Tal vez algo profundo, o algo banal, o incluso una súplica desesperada a una divinidad de la que se habían desentendido tiempo atrás, y a la que ahora acudían como niños asustados al padre, sabiendo que han cometido un error.

—He hecho cosas horribles, padre. Cosas que me garantizan un lugar en el infierno si usted no me ayuda. Si no alivia mi alma de pecador de su peso.

—Cuéntame, hijo mío, y veremos qué se puede hacer.

En realidad tendría que haber sido una operación sencilla. Fácil, incluso. Al menos, sobre el papel parecía tan simple que hasta un mono amaestrado podría haberla llevado a cabo: entrar, robar, salir. Nada más. Y nada menos. Pero Lucas Espinosa sabía que una operación aparentemente sencilla era como una ecuación matemática: simple sobre el papel, intentar desarrollarla con éxito podía llegar a ser infernal.

Y, en realidad, cuando se dio cuenta de la trampa, le pareció tan insultantemente obvia que se maldijo a s´í mismo por haber sido tan torpe. El oficio de ladrón no permite errores, y alguien que llevase tanto tiempo en el negocio como él debería saberlo mejor que nadie. Porque, a fin de cuentas, cuando tienes tantos golpes de buena suerte como había tenido hasta ahora, acabas por olvidar que sólo hace falta un poco de mala suerte para acabar muerto. Afortunadamente, la experiencia también afina el instinto de supervivencia.

Así que, acribillado y malherido, Espinosa se arrastró hacia la iglesia de San Jorge y se acurrucó en el confesionario, encendió un cigarrillo, y esperó, paciente y resignado, a que los acontecimientos se desarrollasen según lo previsto.

—Me engañaron, padre. Cuando ya estaba en el nido, con la garra sobre los huevos, la madre volvió y me sacó los ojos a picotazos. ¿Cómo se llaman esos momentos de lucidez, cuando el conocimiento te atraviesa como un rayo?

—¿Te refieres a una revelación, hijo mío?

—Eso -Espinosa volvió a darle una calada al cigarro, cada vez más consumido. La sangre de su hombro había empapado la chaqueta por completo, y comenzaba a gotear sobre el suelo del confesionario-. Una revelación, sí. En ese momento lo entendí todo.

El nuevo sistema de seguridad Avalon–II era inexpugnable. Al menos, de eso se jactaban en Reallity Node, su desarrolladora. Un software cortafuegos capaz de freír a cualquier hacker que intentara acceder a un fichero clasificado. Espinosa se pasó tres meses memorizando cada línea de código, cada punto del programa, hasta detectar una fisura tan sutil, tan poco aparente, que era casi imposible que alguien hubiera reparado en ella. Estaba seguro que ni los propios programadores serían capaces de encontrar ese bucle Triple–C de doble iteración. Y esa sería su puerta de entrada. Armado con esos datos, volcó su consciencia en la Matriz de Intercambio Mundial e Interfaz Kinética, o MIMIK, y enfiló proa digital hacia el Banco de la Reserva Federal.

Saltar el primer cortafuegos fue tan sencillo como esquivar un charco. El segundo nivel de seguridad le obligó a bailar un poco, pero nada con lo que no pudiese lidiar. Y entonces, tras la segunda barricada, ante él se levantaba el Muro de Datos, el tercer escollo, el Avalon–II propiamente dicho. Recordando lo que había memorizado, Espinosa se lanzó en tromba hacia un bloque de datos en forma de sillar de mampostería, destrozándolo como un ariete.

Ya estaba dentro. Se sintió excitado, nervioso, como siempre que conseguía entrar en lo que él llamaba la Cueva del Tesoro. Entonces el velo de la mentira cayó, y la realidad le aplastó como a un insecto.

—¿Ha oído hablar de los Guardianes Sinápticos, padre?

—No me suena.

—Son unos cabrones. . .

—Hijo —le interrumpió el sacerdote—, te recuerdo que estás en la casa de Dios.

—¿Cree de verdad que a estas alturas me importa, padre? —dijo Espinosa con una sonrisa sardónica pintada en su boca ensangrentada—. Un Guardián Sináptico es un perro de presa. Un ser humano que vive en MIMIK, dedicado veinticuatro horas al día a su deber de custodiar un nodo de datos. Son increíblemente caros, así que no están demasiado extendidos. Mejor así. Son tan salvajes que dan auténtico miedo. Son psicópatas entrenados, sometidos a psicocirujía y enganchados de por vida a la Matriz. Y yo me topé de narices con cinco de ellos. Me estaban esperando.

El primer disparo le reventó la rodilla y le hizo aullar de dolor. El segundo y tercer impacto se alojaron en su hombro y antebrazo derechos, y Espinosa, curtido en cientos de tiroteos, se abalanzó instintivamente hacia un lado, golpeándose el hombro herido contra la pared con un estallido de dolor al rojo. Sacó su arma y disparó a ciegas, a través de la bruma de agonía que le envolvía. Consideró la opción de retraerse de nuevo a su cuerpo físico, pero no quería dejarles a esos cerdos un camino tan obvio hacia su yo real.

Así que se parapetó detrás de una columna y comenzó a disparar con todo lo que tenía. Al parecer, quienquiera que le hubiese tendido esa trampa subestimó la capacidad de fuego de Espinosa, que siempre salía de su cabeza con más armas de las que podía cargar: la experiencia le había demostrado que era lo más fácil del mundo verse envuelto en un tiroteo. Agradeció interiormente haber traído granadas de mano.

—Esos cabrones saltaron por los aires, padre —Espinosa emitió una risa ahogada, interrumpida por un acceso de tos. Diminutas gotitas de sangre impregnaron el confesionario de un olor metálico—. Me los cargué a los cinco con una sola granada.

Y luego me largué, dejando allí varias partes de mi código salpicando las paredes de manchas parduscas —Espinosa hizo una pausa—. Y aquí estoy ahora.

—¿Qué has venido a buscar aquí, hijo mío?

—Redención, padre —el ladrón dio otra calada a su cigarro, ya casi extinguido, mezclando el sabor del tabaco con el de la sangre—. Aunque yo sea la replicación digital de una mente humana, y usted no sea nada más que cuatro códigos ensamblados en un entorno de programación, necesito saber que hay un Dios que me perdonará si usted se lo pide. No me queda mucho tiempo, y me consta que esos bastardos han localizado mi cuerpo físico y a estas horas debo ser un cadáver —los ojos de Lucas Espinosa se llenaron de lágrimas, y su voz comenzó a temblar—. No me queda mucho tiempo, padre. Los impulsos eléctricos que animan mi código van cesando poco a poco. Sé que mi programa está corrompido, completamente roto por lo que esos cabrones me han hecho. Y sé que dejaré de existir en unos minutos -Espinosa hizo una pausa para secarse las lágrimas-. Necesito saber que hay un ser superior que me perdona, que me ofrece la redención que yo no puedo darme. Por favor, se lo suplico. Nunca en mi vida he pedido nada a nadie, pero esta vez lo necesito. Déme la paz que tanto ansío, padre. Por favor.

—Hijo, mío, yo. . . —el sacerdote no sabía qué decir. Su programación no le había preparado para nada más que los típicos pecados veniales de los cristianos New Age, demasiado ocupados en pecar como para ir a una iglesia de verdad. Esto era algo nuevo para la IA eclesiástica, algo con lo que no contaba.

El silencio se hizo en el confesionario. Espinosa dio la última calada a su cigarrillo, lo aplastó contra en suelo, y emitió un largo suspiro.

—Perdóneme, padre, porque he pecado.

El sacerdote, nada más que un programa eclesiástico, oficialmente autorizado por la Iglesia Católica, sintió compasión de esa pobre alma atormentada.

—Ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patri, et Filii, et Spiritus Sancti. . .

Para cuando el sacerdote hubo absuelto a Espinosa, su última línea de código se había desintegrado.

Su cadáver digital sonreía plácidamente.


General Traidor

General Traidor

El coronel-comisario Ibram Gaunt, al mando del Primero y Único de Tanith –conocido como los Fantasmas-, ha luchado a lo largo y ancho de los mundos de Sabbat, en la cruzada que lleva su nombre y que ha durado más de veinte años estándar. Sus órdenes les han llevado de un extremo a otro del conflicto, han luchado hombro con hombro con nativos de cientos de mundos, han perdido camaradas por el camino y han ganado nuevos compañeros de armas. Se han granjeado la enemistad de buena parte de oficiales del Archienemigo, han asesinado a magísteres del Caos, desbaratado planes que podían haber comprometido seriamente el progreso de la Cruzada, y se han labrado una reputación más que merecida. Incluso les ha dado tiempo a enemistarse con altos mandos de su propio ejército.

Es el caso de Noches Sturm.

Sturm, comandante en jefe de los Sangreazul de Volpone durante la defensa de la colonia Vervuhn, intentó desertar del frente y huir ante el imparable avance de las oleadas del Caos. Atrapado por Gaunt y sus hombres, se le concedió el poco frecuente honor del suicidio, frente a la ejecución sumaria que prescribe el Instrumento de Orden, el código de comportamiento del Comisariado. Sturm intentó matar a Gaunt en cuanto le hubo entregado el arma, siendo reducido por éste -quien llegó a cortarle una mano durante la refriega- y puesto a disposición de sus superiores.

El general Noches Sturm fue enviado a la retaguardia, en espera de juicio, y se le colocó un cierre mental, una especie de trampa psicológica que le impidiese divulgar información clasificada hasta el momento del juicio. Desafortunadamente, la nave donde viajaba fue abordada por el enemigo. Y para colmo de males, Sturm fue identificado y conducido a Gereon, un mundo conquistado por el caos, donde el Archienemigo intentará desbloquear el cierre mental y apoderarse de la vital información que Sturm lleva en la cabeza.

Gereon, antaño un mundo del Imperio, es ahora un planeta del Caos. Pestilencia, putrefacción y corrupción inimaginables someten a la población civil, los pocos que sobrevivieron a la invasión. Obligados a trabajar en las fundiciones de carne, los gereanos intentan resistir como pueden, arriesgándolo todo en cada sabotaje, cada operación de guerrillas. En este contexto, un comando de élite de los Fantasmas arriba a Gereon clandestinamente para ejecutar a Sturm antes de que tenga la oportunidad de librarse del cierre mental. Pero las cosas nunca son tan fáciles como parecen, y menos allá donde el Caos reina por completo.

Gaunt y sus hombres deberán enfrentarse al recelo de la resistencia de Gereon, que desconfía de ellos, pero al mismo tiempo les reprocha que no vayan a ayudarles a reconquistar el planeta. Además, la exposición al Caos va cambiando lentamente el carácter y la personalidad de los Fantasmas, haciendo aflorar sus peores instintos en un momento en el que no pueden permitirse ni un solo error.

El coronel-comisario sabe que su misión ha sido calificada como “potencialmente mortal/suicida” por los adeptos del Munitorum, y no se hace ilusiones respecto a su posible regreso al Imperio.

Se mire por donde se mire, es una misión suicida.

VALIS

VALIS

Valis es un libro extraño.

No es extraño por su estructura, pues al fin y al cabo se limita a enumerar los acontecimientos de la vida de Amacaballo Fat mientras se van sucediendo. Tampoco es extraño en cuanto al estilo, pues éste destila el nombre del autor en cada línea. Y ni siquiera lo es por el tema, porque, salvo la guerra, en Valis se dan cita los temas recurrentes en la obra de Dick: Dios (o una consciencia superior al uso), la religión, la naturaleza de la realidad, las drogas alteradoras de la conciencia y el más simple y llano envoltorio mundano que uno pueda concebir, directamente sacado de la calle de al lado.

Pero es extraño porque nada es lo que parece. El autor, con su habilidad inherente, nos induce a dudar de todo, de todos. Nos lleva de la mano al límite racional de la paranoia, e intenta que veamos el mundo tal y como lo ve el protagonista. Y, créanme, es una visión perturbadora.

Amacaballo Fat vivía tranquilo, y literalmente nadando en drogas, hasta que su mejor amiga le cuenta que ha tomado la firme decisión de suicidarse. Este acontecimiento, junto con la despersonalización propia de las drogas psicoactivas, provoca en Fat una desmenuzada y pormenorizada epopeya demencial que le lleva a ver a Dios, ser tomado por loco -con el correspondiente ingreso en una instalación psiquiátrica-, y escribir una teofanía completa inducida por su revelación, mientras sus amigos asisten impotentes al desarrollo de los acontecimientos.

Nada de lo que pueda decir en esta reseña escaparía a la definición de spoiler, así que me limitaré a decir que este libro no es, ni por asomo, carne de scifi-fan. De hecho, me cuesta encontrar alguna característica del género en él. Así, es un libro para leer con la mente abierta. Sin prejuicios, sin expectativas. Dejarse llevar por el alucinado relato de Fat es, paradójicamente, mucho más sensato que intentar encontrar un sentido usual al libro.

Olvídense de los prejuicios, las ideas preconcebidas e incluso la reputación del autor.

No las van a necesitar.

Falsos Dioses

Falsos Dioses

La Gran Cruzada, que ya ha liberado a cientos de mundos por toda la Galaxia, prosigue imparable su avance. A la cabeza se encuentra Horus, el Señor de la Guerra por designación expresa del Emperador, al mando de la Sexagésimo Tercera Flota Expedicionaria, una inmensa flota de batalla compuesta por las naves más poderosas de la Armada de Terra. Horus dirige sus tropas hacia el sistema de Davin, donde se han recibido noticias de una rebelión del gobernador planetario, instaurado por el propio Señor de la Guerra durante la conquista del sistema. Horus no dudará en acudir al planeta para limpiar su honor y devolver Davin al Imperio.

En este contexto se disputa la batalla que cambió la Historia del Imperio: Horus es gravemente herido, y su vida pende de un hilo. Al parecer, y en contra de todas las enseñanzas del Emperador, la única posibilidad de salvación para el primarca se encuentra en un antiguo culto indígena davinita. Así, los Hijos de Horus, como ha sido rebautizada la legión de los Lobos Lunares, se encuentran divididos ante un dilema: si confían en la ciencia del Imperio, Horus morirá, pues está más allá de cualquier cura. Y si recurren a la hechicería, negada (e incluso prohibida) por el Imperio, su primarca puede tener una posibilidad de supervivencia.

La historia de la Herejía de Horus es una historia sobre el mito de la Caída. La historia del favorito de un dios, su hijo predilecto, quien es tentado por los Poderes Oscuros. Con su caída, Horus precipita la destrucción de la obra de su padre, arruinando así la cima del desarrollo de la especie humana y abocándola a una edad oscura que dura ya diez mil años. Horus, el hijo predilecto del Emperador, su mejor general, el primarca entre primarcas, cedió a su lado más oscuro e inhóspito. Los Poderes Ruinosos, temerosos del poder del Emperador, estuvieron atentos a la flaqueza de su hijo y arruinaron su más hermosa creación.

En este volumen asistimos a la caída de Horus propiamente dicha, el nudo gordiano de la trama, y podemos contemplar, de una forma jamás antes vista, las dudas, temores e inseguridades de un Horus que, ante todo, ama a su padre y quiere continuar su misión. La brecha en la determinación del primarca, tal y como se narra en la novela, podría parecer incluso infantil. En cambio, Graham McNeill se sirve de múltiples recursos para no sólo justificar, sino razonar la respuesta de Horus y demostrar que tal caída es posible. Un semidios creado expresamente para ser el mejor guerrero de la Historia no concibe el fin de la guerra, el último combate, sino que cada fibra de su ser le impulsa a seguir librando batallas. Ese es el punto débil del Señor de la Guerra, y donde la enraíza la herejía.

La convalecencia del primarca, que ocupa el tramo central de la novela, es un cúmulo de ensoñaciones, de alucinaciones en la Disformidad en las que se desgranan detalles acerca del pasado y el futuro del Señor de la Guerra. Hábilmente presentadas y entrelazadas, el autor juega con la paradoja más arquetípica de todas: se le muestra al protagonista un futuro apocalíptico, y se le fuerza a intentar evitarlo. Lamentablemente, con sus acciones determina ese mismo futuro.

Siguiendo con el gran trabajo realizado por Dan Abnett en Las Semillas de la Herejía, McNeill se guía por la construcción de personajes de la primera novela, sin cambiar un ápice de su personalidad. Tan sólo lo necesario para revelar la progresiva fractura en la cohesión de la Legión. Observamos a un Ezekyle Abaddon cada vez más fanático y brutal, para quien su primarca es el único Dios, en contraposición al protagonista, Garviel Loken, quien empieza a darse cuenta de lo erróneo de algunos de los actos de sus hermanos, y las consecuencias irreparables que de ellos se pueden derivar. Siendo ambos personajes miembros del Mournival, el consejo privado de Horus, su paulatino distanciamiento simboliza el de la propia Legión, dividida entre los que creen que Horus hace lo correcto y aquellos cuyos instintos les dicen todo lo contrario.

Pero los Hijos de Horus no son los únicos Astartes implicados en la Caída. Los tristemente famosos Devoradores de Mundos, liderados por el psicópata Angron, harán honor a su fama de tropas de terror y abrazarán con alegría el poder corruptor del Caos. Incluso los Hijos del Emperador, comandados por Fulgrim y su primer capitán, Eidolon, no tardarán en caer bajo la influencia del Señor de la Guerra pese a ser una de las legiones astartes más leales.

Como trama secundaria observamos la lenta propagación del Lectio Divinitatus, el catecismo de adoración al Emperador como una deidad, desalentado por el propio Emperador, quien ha manifestado en más de una ocasión no ser un dios en absoluto. Cuando Horus es herido en Davin, y se halla a las puertas de la muerte, los soldados de la Sexagésimo Tercera Flota sienten su moral flaquear, y se refugian en una forma primitiva del culto imperial. En realidad, el volumen entero está plagado de sutiles detalles que insinúan la transformación del primigenio Imperio de la Humanidad en lo que conocemos hoy en día.

En resumen, no sólo una digna continuación al trabajo de Abnett, sino una novela de una calidad superior a la media de las franquicias de Warhammer 40,000 que hará las delicias de aquellos que deseen profundizar en el mítico trasfondo del juego. Análisis del mito del mesías, personajes bien construidos, tramas brillantes y bien desarrolladas y, por encima de todo, una novela que amplía sin romper, clarifica sin desautorizar y reinterpreta sin destruir la rica historia del Imperio de la Humanidad.

Resident Evil - Code: Veronica

Resident Evil - Code: Veronica

He de reconocer que nunca he conseguido acabar un Resident Evil (RE en adelante). De hecho, ni siquiera he llegado a jugar más de media hora seguida. Lo siento, el control del personaje me parece infernal. Para quien no haya jugado (cosa que dudo, debo ser el único ser humano que no ha matado nunca a un licker), lo resumiré en una frase: mover el pad hacia arriba significa que el personaje se mueve hacia delante... siempre. Aunque esté mirando hacia la pantalla, y tu primer impulso sea mover el control hacia abajo, muévelo hacia arriba.

Lo siento, no puedo con ello. Y es una auténtica lástima, porque esa fobia me impide disfrutar de un argumento a priori tan apetecible: miedo, zombis, tiros y conspiraciones multinacionales. El sueño de cualquier aficionado al género.

Más allá del fenómeno del videojuego, la franquicia RE ha dado para mucho. Películas, figuras, más juegos, y en este caso libros. Resident Evil: Código Verónica es la adaptación en papel del juego aparecido para PS2 hace ya unos añitos, directamente desde la lejana (aunque nunca olvidada) Dreamcast. Retoma la acción (casi) donde la deja RE2, con Claire Redfield intentando encontrar a su hermano Chris tras el desastre de Racoon City. Umbrella desató el caos en la Mansión Spencer, y seguidamente en el pueblo, y Claire quiere respuestas. Y la mejor forma de obtenerlas es dirigirse al único sitio donde se encuentran: la sede de Umbrella en París. Sí, la boca del lobo.

Claire es capturada y transportada a la isla de Rockfort, hogar ancestral de la familia Ashford y uno de los enclaves clandestinos de Umbrella. Inconsciente desde su captura, Claire despierta para encontrarse con que, mientras ella dormía, un grupo no identificado ha atacado la isla. Y ha hecho un buen trabajo: no sólo ha aislado el complejo del resto del mundo, sino que ha matado a casi todos los trabajadores del lugar. Y lo mejor de todo: los que no han muerto están infectados con el Virus T.

Claire debe escapar de la isla, con al única ayuda de Steve Burnside, un chaval de diecinueve años que, misteriosamente, ha sobrevivido al desastre. Abrirse paso a través de una fortaleza infestada de zombis y armas biológicas (engendros mutantes) será sólo la primera parte del problema. Lo realmente peliagudo es librarse del dueño de la isla, Alfred Ashford.

Como he comentado, desconozco el tempo de la trama del juego original, pero dudo que hubiese alcanzado tal éxito de ser remotamente parecido al libro. No es que esté mal escrito, ni mucho menos (el oficio de escritor de franquicias se cuida de librarse de ese lastre), es que es demasiado apresurado. Se demora demasiado en cosas banales, y deja la acción, que en última instancia es lo que le interesa al posible lector, en cuatro párrafos. No está mal escrito, está mal narrado. Un centenar de páginas más acabarían de redondearlo.

La construcción de personajes es correcta, no contradice ni amplía la del juego, lo cual es de agradecer. Da la sensación de que sus acciones y reacciones son coherentes en todo momento, y jamás leemos nada disonante.

En resumen: si has jugado al juego, te ha gustado, y deseas disfrutar de otra forma de la misma historia, es tu libro. Si lo que buscas es un libro profundo, con mensaje y varias lecturas... eh, al fin y al cabo es una franquicia. No pidamos peras al olmo...

Warhammer 40.000 - Dawn of War

Warhammer 40.000 - Dawn of War

Desde tiempos inmemoriales, más o menos cuando las miniaturas de Games Workshop eran de plomo, los aficionados al hobby y a los videojuegos rezábamos a Tzeentch, Slaneesh, Nurgle, Khorne, al Emperador, y a cualquier deidad que se nos ocurriese, para que una versión digna y fiel del juego llegara a nuestras consolas o pc’s. Muchos fueron los intentos, casi tantos como fracasos, de los que despuntaron algunas joyas tempranas como “Warhammer Epic 40.000 – Final Liberation”, “Shadow of the Horned Rat”, etc. Eran versiones más que correctas, pero aún faltaba algo.

Ese “algo” llegó en 2004, de mano de Relic y THQ (sí, los mismos THQ responsables del más que mediocre “Fire Warrior” para PS2) en forma de RTS (acrónimo de Real Time Strategy, es decir, estrategia en tiempo real) llamado “Warhammer 40.000 – Dawn of War”.

La opción lógica para llevar el entorno warhammero al entretenimiento electrónico ha sido siempre la del RTS. Desde que “Command And Conquer” sentara las bases de lo que vendría después, allá por los años en los que expresiones como “aceleración 3D” eran desconocidas por completo, todos los fans supimos que, algún día, ese sería el género en el que brillaría con luz propia el universo de Warhammer 40.000. Y así fue. Después del juego original llegaron las expansiones, “Winter Assault” y “Dark Crusade”, formando una trilogía de RTS’s en las que se puede controlar a cualquier raza aparecida en el juego de tablero, e incluso competir on-line con cualquier persona del planeta que tenga el juego.

Y ahora han llegado los libros.

“Dawn of War” es la novelización del argumento del juego, ni más ni menos. Cuando un autor acomete este reto puede enfocarlo de dos formas: bien narrando las escenas cinemáticas tal y como aparecen, y rellenando un poco con informes de batallas, sin complicarse la vida, o bien puede profundizar en el argumento del juego, las personalidades de los protagonistas y los acontecimientos narrados, y crear una obra que eclipse al juego original y se convierta en algo más épico.

No es el caso.

Goto se ocupa de narrar las escenas cinemáticas del juego, y añadir un par de detalles de cosecha propia, como el destino final del coronel Brom, o la auténtica identidad del Príncipe Demonio que aparece en el juego. Estos detalles, si bien no resultan estridentes ni cotraproducentes, tampoco es que mejoren demasiado el nivel del libro. Vamos, que ni sobran ni faltan. La historia narrada es la misma que la del juego y, salvo por esos detalles propios del autor (incluyendo un prólogo totalmente prescindible), parecería el script del mismo. El estilo no está depurado del todo, ni siquiera para ser una franquicia, y la narración se resiente en ocasiones, viéndose lastrada por reiteraciones innecesarias y que dan a entender los pocos recursos estilísticos del autor.

Los personajes son, como la historia, los mismos que en el juego. Apenas se rasca la superficie en cuanto a profundidad psicológica, motivaciones y relaciones, y ni siquiera el asunto de Cyrene es explotado como debiera, por mucho que lastre la personalidad de Angelos y Akios. Uno tiene la sensación de que el autor insinúa más de lo que acaba mostrando finalmente, dando la impresión de ser algo que finalmente no llega a ser. Los marines Alpha, por su parte, apenas están esbozados, limitándose a mostrar rasgos toscos y nada definidos. Bale, el comandante de los marines del Caos, es poco más que un berserker con serios problemas para contener sus ansias de sangre, mientras que sus cohortes son simple carne de cañón en lugar de los formidables guerreros que Alpharius les enseñó a ser.

En resumen: como libro no es gran cosa. Y lo que es peor, como adaptación a otro medio de una historia previa, tampoco se pasa. Hay cosas mejores en qué gastarse el dinero, aunque el juego te haya apasionado.

Horus, Señor de la Guerra

Horus, Señor de la Guerra “Yo estaba allí el día que Horus mató al Emperador”

Durante miles de años, violentas tormentas de disformidad han rugido de un extremo a otro de la galaxia, aislando el otrora orgulloso Imperio de la Humanidad y reduciéndolo a un puñado de planetas autosuficientes, sin capacidad de viajar o comunicarse entre ellos.

En el año treinta mil de nuestra era, el Emperador, amado por todos, ascendió al Trono de la Tierra. Se hizo con el control del planeta, así como de las factorías del Adeptus Mechanicus en Marte, e inició los preparativos para la Gran Cruzada, la reconquista galáctica que llevó al maltrecho Imperio a la gloria que conocemos hoy en día.

Para ello, sus primeros esfuerzos se encaminaron hacia la creación de veinte superhombres, veinte semidioses que le ayudasen en su tarea y liderasen sus ejércitos. A estos seres les llamó Primarcas, y grande era el amor que les unía a ellos, como grande el amor que ellos le profesaban. Algunos de sus nombres son recordados aún hoy en día: Leman Russ, Roboute Guilliman, Lion’El Jonson, Jagathai Khan, Rogal Dorn, Sanguinius. Otros son maldecidos y pronunciados con temor: Angron, Perturabo, Mortarion... Horus. Al mando de sus Legiones de Marines Espaciales (humanos modificados genéticamente para el combate), el Emperador y sus Hijos comenzaron una Cruzada, destinada a devolver el esplendor perdido a la raza humana.

Al cabo de dos siglos, el Emperador, consciente de que su Imperio crecía más y más con cada conquista, tomó la decisión de volver a la Tierra para consolidar su control. Horus, el primero de entre Sus hijos, fue nombrado entonces Señor de la Guerra.

Al cabo de poco, Horus se rebeló contra el Emperador, arrastrando consigo a nueve de las veinte Legiones de Marines.

La Herejía de Horus, como se conoce a la sangrienta guerra civil que se desató a continuación, desgarró al Imperio en dos y fue sin duda el conflicto bélico más violento y brutal de la Historia, una guerra que estuvo a punto de exterminar a la Humanidad de la faz de la galaxia. Humanos matando humanos, hermano contra hermano, marine espacial contra marine espacial.

Finalmente el Emperador derrotó a Horus en combate singular, pero quedó herido de muerte durante el combate. Devuelto a la Tierra apresuradamente, su cuerpo maltrecho fue depositado en el interior del Trono Dorado, una máquina de soporte vital construida empleando técnicas arcanas y prohibidas.

Hasta hoy, diez mil años después, el Emperador no se ha movido del Trono Dorado.

Este es el trasfondo de Warhammer 40.000 tal y como lo conocemos hoy en día. Se han escrito multitud de relatos que narran la historia relativa a la Herejía de Horus (sobre todo en revistas especializadas del hobby), pero, por primera vez, aparece una serie de libros dedicada exclusivamente al más famoso de los trasfondos del juego.

Poniéndonos en la piel de un marine de los Lobos Lunares, la Legión cuya semilla genética procede del propio Horus, el autor va desgajando poco a poco detalles acerca de los primeros días del Imperio, una época oscura, lejana y llena de superstición y mitos. El acierto de Abnett es relatar los acontecimientos desde el punto de vista de alguien que, poco a poco, va descubriendo que las cosas no son tan sencillas como parecen. Cuando Garviel Loken desconfía, nosotros desconfiamos. Cuando él se sorprende, nosotros también. Y cuando ruge de ira en el combate, nosotros unimos nuestro grito al suyo.

Reunidos alrededor del protagonista encontramos un elenco de secundarios de lujo. Desde los propios Primarcas, semidioses en estado de gracia y en plenitud de sus facultades, hasta sus hermanos de batalla, marines espaciales curtidos en el combate y tan fieros y nobles como cuentan las historias del pasado.

El contrapunto a la visión de Loken, la de alguien que entiende el conflicto bélico a escala galáctica como la única forma de unificar a la Humanidad, encontramos a los rememoradores, hombres y mujeres dedicados a recopilar, glosar y clasificar los diarios de guerra de las Legiones, documentando hasta el último detalle de la Cruzada. Estos personajes, simples humanos recién salidos de Terra, ofrecen una visión distinta, más cercana a la nuestra, acerca de la Gran Cruzada, y las dudas y temores de los marines. Ambos puntos de vista ofrecen argumentos a favor y en contra, tejiendo un tapiz completo que muestra las dos caras de la misma moneda.

Abnett vuelve a mostrar que el diseño de personajes es su gran baza, dotando a cada uno de los marines de una profundidad de carácter pocas veces vista en una franquicia. Los personajes evolucionan a lo largo de la novela, y, lo que es más de agradecer, su evolución es completamente natural y lógica, derivada de los acontecimientos que les rodean. EL Garviel Loken del final del libro es más maduro, más sabio que cuando empezó, y sus acciones y pensamientos reflejan ese cambio. Y no sólo él: en mayor o menor medida, todos los personajes sufren un cambio. Quizás sea uno de los temas principales, por tratarse de una saga que, como dice en el propio libro, ha de narrar acontecimientos que se refieren a “cuando el sentido común se invirtió, y todo su mundo se volvió del revés”.

La historia en sí no es más que la presentación del escenario, el trasfondo del juego, y que asumo servirá de telón de fondo para lo que ha de venir. Horus aún es el favorito del Emperador, a quien ama como a un padre, y un ser preocupado por hacer las cosas de la mejor manera posible; algo que choca frontalmente con lo que sabíamos de él hasta el momento, ofreciendo un personaje de mayor calado emocional.

Horus es consciente de la tremenda responsabilidad que su padre ha depositado en él, e intenta llevar la guerra como él lo hubiese hecho, tomando las decisiones que cree correctas. Lamentablemente, hay ocasiones en que la solución significa escoger entre el menor de dos males. La conquista de Setenta y Tres Diecinueve, un planeta rebelde, será el punto de partida de la carrera de Horus como Señor de la Guerra. El hecho de no atajar el conflicto a tiempo, y tener que recurrir a sus guerreros Astartes, será una losa que pesará en la conciencia del Señor de la Guerra.

Abnett se las arregla para ser respetuoso con el trasfondo del juego, al tiempo que introduce elementos nuevos y nunca antes aparecidos (como el Mournival), de forma totalmente armónica y nada discordante. Uno intuye que todo lo que lee puede encajar perfectamente en la historia del juego, y lo que es más, la enriquece sin distorsionarla.

En resumen, un libro obligatorio para aquellos que deseen profundizar en la mitología de Warhammer 40.000, en la época anterior a la Herejía de Horus, y contemplar cuán alto puede ascender una estrella antes de caer.

Santa Sabbat Mártir

Santa Sabbat Mártir La Cruzada de los Mundos de Sabbat ha llegado a un punto de inflexión. El ejército del Señor de la Guerra Macaroth está demasiado extendido y combate en demasiados frentes, pero la retirada no es una opción; eso sólo daría ventaja al archienemigo. Es una situación delicada, donde un solo golpe de efecto puede decantar la guerra en una u otra dirección, y lograr en un solo movimiento una ventaja que ni siquiera una fuerza de conquista planetaria sería capaz de conseguir.

 

El arconte Urlock Gaur, Señor de la Guerra y favorito de los Dioses del Caos, encomienda a uno de sus mejores lugartenientes, Enok Innokenti, la captura del mundo de Herodor, un planeta fronterizo, sin apenas relevancia estratégica, que se ha convertido de la noche a la mañana en el centro de todas las miradas de la Galaxia. Al parecer, Santa Sabbat, la guerrera divina que derrotó al Caos seis mil años atrás, se ha reencarnado para ayudar a la Humanidad en esta hora de desesperación. La misión de Innokenti es asesinar a la santa, y con ello conseguir el impulso definitivo para aplastar la resistencia humana.

Pero Santa Sabbat no está sola. Los Fantasmas de Gaunt son llamados a Herodor para convertirse en su guardia pretoriana. Ignorantes de su destino, y del papel que han de desempeñar en el curso de los acontecimientos, el Primero y Único de Tanith se enfrenta a una guerra imposible de ganar: superados ampliamente en número, asediados en Ciudad Beati, su única esperanza reside en la osadía del archienemigo, quien, como suele decirse, ha puesto todos los huevos en la misma cesta.

¿Habrá arriesgado demasiado en su ansia por matar a la santa? ¿Conseguirán los Nueve enviados traerle la cabeza de la santa a su Amo, Enok Innokenti? ¿O, por el contrario, los Fantasmas de Tanith demostrarán ser un hueso demasiado duro de roer, incluso para el temible primer lugarteniente de Urlock Gaur?

Cuando uno se dispone a criticar una franquicia (Dragonlance, Warhammer, etc.) no puede hacerlo como si se tratara de una obra de Borges. Hay que mantener la perspectiva: saber a qué público va destinada, conocer los objetivos de la novela, y saber analizar si los cumple. Normalmente este tipo de libros son de consumo rápido, destinado a los fans de un determinado juego/serie/película, y su calidad, en términos generales, roza el aprobado justo.

Dan Abnett coge ese límite, se lo echa al hombro, y lo lleva varios kilómetros más allá.

Normalmente, la gran baza de los libros de Warhammer 40.000, y los de Games Workshop en general, es la inmediatez, la recreación de batallas épicas sin escatimar florituras, artificios y frases contundentes. Sangre, casquería, actos heróicos, viles traiciones y juramentos ominosos. Pero este, afortunadamente, no es el caso.

El acierto de Abnett es basar la historia en los personajes, y narrarla bajo su punto de vista. Construir unos personajes sólidos como la roca, con personalidades únicas e intransferibles, y hacerlos interactuar en el marco de una guerra a escala galáctica. Así, lo mejor de sus libros no son las escenas de batallas (realmente soberbias, bien narradas y con el punto de tensión justo), sino descubrir cómo actúan los personajes, cómo reaccionan y se relacionan entre ellos y con el entorno.

Despoja al universo de WH40K de toda la parafernalia tecnológica y lo devuelve a la base, a la raíz: un universo en guerra eterna. Y la guerra es sucia, traidora y cruel. Abnett no tiene reparo alguno en matar personajes (aunque sin llegar al sadismo de Martin), tensando aún más la cuerda pero sin llegar a romperla.

En definitiva, un libro (y una serie, la de La Cruzada de los Mundos de Sabbat) más que recomendable, y no sólo para los aficionados al trasfondo del juego de Games Workshop. Raras veces podemos encontrar tanta calidad en un título que, a priori, no despertaría demasiado interés.